domingo, 12 de junio de 2011

(extracto)

Uno se despierta y todas las cosas que te rodean parecen querer introducirse en tu cama, rápido, muy rápido. No es como si uno se despertase y poco a poco fuese adentrándose en el mundo que le rodea, como quien se introduce cautelosamente en un gélido mar. En realidad es al contrario: el mundo exterior te invade, sortea fronteras intangibles y te agrede cuando aún no estás preparado para traspasar ese umbral de reconocimiento.
Es así como el ordenador baja de la mesa, salta hasta mi cama, y se escabulle dentro de mi mente. La pantalla se enciende. Representa diez cuadrados, diez marcos de imágenes, diez fragmentos de realidad, diez pedazos de habitaciones. No sé leer las imágenes, no sé que representan, a qué pertenecen. Abro los ojos y la pantalla se apaga. La pantalla está al otro lado de la habitación, negra, uniforme, y no parece capaz de moverse. Ella también duerme. Quizás he sido yo quien se ha inmiscuido en su sueño: pienso.
Abro la puerta y paso al baño. Me ducho. Hay ropa limpia doblada escrupulosamente encima del inodoro cerrado. Es ropa alegre, demasiado alegre, saben mi talla, me miro al espejo, es ropa limpia: es la única que tengo. Introduzco mi ropa sucia en un canasto. Salgo a la habitación. Salgo al pasillo. Tomo el ascensor. Llego al recibidor. Salgo al exterior.
Los árboles no se han ido, siguen ahí, con su monopolio presencial, tan egoísta. Decido darles de lado, hacer como que no me pervierten sus formas suaves, sus ondulaciones sensuales, sus olores extraños.
Camino por un sendero que bordea el edificio y lleva a un pequeño jardín. En el jardín observo pequeños carteles delante de algunas plantas: Corona Borealis, reza una de ellas, como si fuera un subtítulo para una película muda. Quizás sea algún tipo de patrocinio. Quizás sea como el nombre cromado que cuelga de la camisa de la chica que me entrega mi hamburguesa desde detrás de su caja expendedora. La planta no puede esclarecer ninguno de estos supuestos. Se niega a dialogar conmigo. Es arrogante y cruel conmigo. Parece que solo le baste con su belleza.
Vidö me encuentra en este estado, a punto de torturar a aquel vegetal, dueño de secretos que se me resisten. Sonríe y simula un gesto amistoso al pasar suavemente su mano por mi espalda.
— ¿Qué te parece este lugar, Islö?
— Todavía no he elaborado una opinión al respecto. Ahora mismo sólo sé que es un lugar extraño.
— Eso es porque todavía no has visto nada.
Vidö me conduce a través del jardín. Llegamos a un mirador de blanca balaustrada, hasta ahora oculto para mí, desde el cual se divisa un vasto panorama: un valle, circundado por imponentes montañas, a lo largo del cual se suceden distintas complejos arquitectónicos, rodeados siempre de árboles y elementos naturales como cascadas, lagos, o aglomeraciones arbitrarias de rocas.
Vidö señala cada uno de los elementos que participan de esta visión, como si se tratara de un profesor señalando las distintas ecuaciones representadas en una pizarra.
— Esa nave de allí es tu infancia, dice en primer lugar. Señala un punto en el aire y yo dirijo mis ojos hacia aquel reflejo; podría ser un truco óptico, apenas una mancha en la distancia: necesitaría estar más cerca para poder distinguirlo sin subjetividades medioambientales.
— Aquello de allí son tus sueños, y señala un edificio circular, una especie de círculo de cuyo centro emergen un par de altas y combadas palmeras. Arañan el cielo, pienso de manera inmediata, como si esto fuera una de esas…
— Para encontrar tu deseo hay que atravesar la cascada hasta llegar a aquella casita entre los árboles, continúa, apuntando con su dedo-vector como si fuera alguna suerte de varita mágica.
Me resulta difícil aventurarme en su posición y determinar qué alcance pretenden sus palabras, si una mera superposición metafórica o si en realidad su intención es cosificar cada uno de mis actos más íntimos, conferirles unas coordenadas, dotarlas de una significación mucho menos abstracta. Si ahora mismo le preguntara ¿dónde está mi muerte?, o ¿dónde está mi padre?, estoy seguro de que no dudaría en elegir alguno de los elementos que nos ofrece aquel paisaje, no sé si al azar, y servírmelo a modo de respuesta visual, todavía no tangible, pero sí perfectamente identificable. Pienso en Número 4 y en su búsqueda de la casa dorada del lago, como una mera proyección de mis propios anhelos. La pregunta que nace en mí no puede ser otra.
— ¿Dónde está Ira?
Vidö señala un punto indeterminado entre las montañas, cercano a un acantilado, en el que aparece que asoma una pequeña torre de vigilancia, a una distancia equidistante tanto de mis sueños como de mi deseo.

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