miércoles, 22 de junio de 2011

Viernes

Alguien trocea mi brazo en pedazos. Lo hace con la precisión de un ave marina. Otro desordena mis tripas con la voracidad de un felino muerto de hambre. No siento las piernas y siento que alguien intenta sacarme el cerebro por la boca. Saboreo mis sesos. Mis huesos son de un color amarillo enfermo. Les dejo hacer: están necesitados de cariño.
Alguien me viola con un escalpelo oxidado y sucio. De vez en cuando me besa en la boca, y su aliento es húmedo y huele a tabaco y a queso. Intento corresponderle pero siento que he perdido la lengua. Sin lengua tampoco puedo saber si conservo algún diente. Mi boca se ha transformado en algo parecido a mi ano: un agujero infecto que sangra y se retuerce. El principio y el fin se ha transformado en lo mismo: soy un tubo de dos direcciones. Todo puede subir o bajar. Gritaría si conservara intactas las cuerdas vocales. Alguien también se ha encargado de librarse de ellas. Me azotan y me apalean pero no soy capaz de articular ruido alguno. Dirán que soy poco comunicativo. Dirán que seguían golpeando porque no sabían que me estaban haciendo daño. No demostraba suficiente dolor.
Me introducen un tubo de PVC por la boca. En uno de sus extremos hay un trapo empapado en alguna clase de líquido. Intentan ensartarme con él pero se queda atascado en mi estómago. Intento disculparme, soltar alguna lágrima en señal de duelo, pero creo que también me han arrancado los ojos. No protestan. En cambio, sacan el tubo de PVC hacia fuera con una fuerza descomunal. Aplaudiría si conservara mis manos. Veo como todo mi interior se desparrama hacia fuera. Me libran de todos mis órganos, esos tan inservibles. El trapo empapado se ha encargado de quedarse adherido a las paredes de mi estómago: al tirar hacia fuera el tubo han conseguido despegar todo mi aparato digestivo superior. Como si se tratara de un cartel en una pared. Un cartel de un concierto que ya ha pasado. Soy un cartel fuera de fecha. Nadie asistió al concierto, de todos modos.
Echan mis pedazos en un cubo. Me acumulo, poco a poco. Hago un ruido desagradable. Goteo. Alguien se encarga de serrar mis huesos. Soy grande, un bulto, difícil de manejar. Necesitan reducirme a algo más pequeño que un nanocircuito. Tengo que ser ergonómico, fácilmente rastreable, intuible. Tengo que revalorizarme. Transformarme en algo nuevo. Eliminar las partes superfluas. Dejar de manchar de sangre el parquet, las alfombras, las paredes de color crema de esta habitación. Tengo que aprender a optimizar todos mis recursos. Volverme maleable, multitareas, digno de admiración. Tengo que ser imprescindible. Pero todas mis venas y arterias, tan molestas, esta medusa rosa que golpea en mis costillas que suena como alguien golpeando en mi puerta, cada noche, cada noche golpean en mi puerta y no es otro que mi corazón diciendo que ya no quiere estar aquí, quejándose por el poco espacio, la habitación insalubre en la que se asientan sus pobres hijos, el poco sueldo y la nula aceptación que sufre entre todos sus allegados... Vuelco el cubo y me derramo en el suelo. Veo uno de mis ojos rodando hasta que se detiene en una esquina. Es un bonito ojo de iris azul rodeado de minúsculas venas rosáceas que serpentean. Me veo desde una perspectiva nunca antes comprendida. Eso antes era yo, presiento. Alguien me recoge con una fregona. Me lleva a un lugar cálido y seco en el que no me molestan mis recuerdos. Desde aquí se escucha una canción. Todo queda limpio. Todo refulge y brilla. Todo es correcto. Me fumaría un cigarrillo ahora mismo para celebrarlo, pero no me quedan cigarros, ni labios, ni pulmones. Ni siquiera un cenicero limpio donde descargar toda mi ceniza.

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