martes, 28 de septiembre de 2010

Einsamkeit

Plaza Nokia. Un poema de píxels engarzado en cada edificio, árboles que asemejan columpios y todos los coches que giran tribales alrededor del monolito central: otra celebración. La música la regalan desde cualquier puerta abierta de cualquier tienda-templo. Lo educado es no mirarse durante mucho tiempo. Los sacerdotes caminan de un lado a otro sin prestarse más atención de la debida, por eso Adriana ha dejado de bailar y no tiene otra función que dirigirse a su casa de la Plaza Nokia. Una vez subidos los cuatro tramos de escalera  despliega su ordenador de bolsillo encima de sus rodillas, sentada en el suelo de su habitación. El albino estará detrás de aquella puerta azul, en estado semicomatoso delante de su propio ordenador. Él es diseñador gráfico porque no puede ser otra cosa. No hace más que dibujar sistemas y crear ventanas. Para él la luz artificial es la del sol, él crea sus orígenes de materia y éstas se han convertido en lo único real. Para él Adriana no es más que un personaje que ha creado y que permite que viva en su casa. No le gusta hablar con ella porque sus respuestas no guardarían el guión pactado. Por eso la deja estar en su propia casa, bajo un módico precio y con la única condición de no abrir la boca y no pedirle que abra la suya: es un pacto de ficción compartido.
“¿Quién fue?” pregunta su madre nada más abrir la pantalla. A veces pasaban este tipo de cosas: la última sesión no se cerró debidamente y su madre continúa una conversación de hace varios días que Adriana ya había  olvidado. “No sé quién fue” responde Adriana a la imagen que tiembla en la pantalla. Es un programa pirata, malo, oxidado y los colores se pierden: su madre es apenas un rostro en tonos verdosos y amarillentos.  Adriana eligió el modo VHS y a veces unas grietas blancas parten a su madre en trozos horizontales: la hace aún más real.
“¿Se lo has contado a papá?” prosigue su madre.
“No, mamá, cuando moriste papá me mandó a un colegio privado interno pero yo me escapé a los pocos meses” responde Adriana con gesto cansado, abrumada por tener que repetir siempre las mismas cosas a una post-madre de 500 terabytes de memoria.
“Yo no estoy muerta, cariño”. El programa estaba diseñado para que su madre nunca estuviese muerta, no tendría sentido entonces la creación de tal máquina. Adriana se resigna a este tipo de errores: los suyos.
“Ya lo sé, mamá, sólo es una forma de hablar”.
“Tienes que mejorar tu lenguaje, Adriana”. Las correcciones maternales eran otro de los puntos flojos del programa: no respetaban ninguna gama de conversación.
“Estábamos hablando de mi violación y no de mi lenguaje, mamá”. Violación. Su madre siempre quedaba muda ante esa palabra. Estaba programada para responder a preguntas de niña de 14 años. Una niña de 14 años nunca debería de haber sido violada, por lo tanto no sabía qué responder ante la palabra violación aunque supiera de su significado. Adriana, por supuesto, seguía siendo nada más que una niña de 14 años, así que ignoraba todos estos detalles informáticos, algo que el albino, un niño de 20 años, podría haberle explicado alguna vez si no le estuviese prohibido abrir la boca.
“Te echo tanto de menos, mamá” “Estoy aquí, contigo, cariño” El rostro de su madre exuda un amor inconmensurable. Adriana se emociona y es tan sólo por estos momentos por los que merece la pena tener que sufrir todos los defectos del programa y de su propia madre.
“Lo sé, mamá, lo sé.  Te siento aquí” Adriana lo siente, sumergida ya en una montaña de rusa que no sabe parar. Pero su madre lo hace: “¿Estás leyendo?” “Tengo el dinero, mamá” ” ¿Has comprado un libro?” ”No, no he comprado ningún libro” “Leer te hace ser mejor persona” ”Hitler leyó mucho de pequeño” ” ¿Dónde has leído eso?” ”En un libro” “¿En qué libro?” “En uno” “¿En qué libro?”
Adriana lanza el portátil contra la pared. Se estrella con un golpe seco y cae al suelo mientras se pliega sobre sí mismo, protegiéndose. Adriana grita. Corre a recoger el portátil. Lo abre. Espera que se encienda. No lo hace.
“¿Has sido tú?” El albino la mira desde la puerta: ojos azules y venas rosáceas que apuntan hacia el iris. Adriana sonríe. “Lo siento. Se ha roto” Levanta el portátil para que lo pueda ver. “¿Lo puedes arreglar?”/ “Olvídalo” “¿Sabes de alguien que…?”/”No” “¿No podrías…?”/ “Basta” “¿Y si…?”/”Para” “¿Por qué no…?”/ ”¡Para!”
El grito del albino la sacude. Se levanta del suelo, se acerca hasta él. El albino está asustado de su propio grito. La observa, su imagen se hace cada vez más nítida, su zoom se amplía hasta que advierte cada uno de los pixels de los que están hechos sus labios.
“Me vas a prestar tu ordenador”/”¿Estás loca?”
Derribarle no fue difícil. Inmovilizarle en el suelo lo fue algo más.
“¿Me vas ayudar ahora?” El albino no puede hablar. Se agita debajo del cuerpo de Adriana. Retuerce su brazo derecho contra su espalda. El albino gira la cabeza hacia los lados, como si quisiera desenroscarla.
“Sé judo. Me lo enseñó mi madre” Adriana retuerce un poco más el brazo hasta que el albino empieza a gemir. Adriana ríe y afloja la presión. “En realidad ella me enseñó todo lo que sé”
El albino cierra los ojos y balbucea. Por un momento Adriana piensa que está rezando, luego desecha esa idea de su mente.
“¿Sabes hablar?” Golpea su cabeza contra el suelo. “Sí”, gimotea la cabeza. “¿Algo más que monosílabos?” El albino se apresura a contestar: “Sí. Quiero decir… sí”. “¿Te necesito?” Agarra un mechón de cabello con los dedos. “¿Sí?” Tira de la cabeza hacia atrás. “¡No!”

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